lunes, 12 de abril de 2010

TIRED. CHAPTER I. VALLADOLID.

El verano llegaba a su fin. Caía la tarde mientras Carol cargaba en el maletero del coche de su padre su último bulto. Llevaba toda su ropa, el portátil, fotos, antiguos recuerdos, las sábanas... ¡Ah!, y un paraguas.
Se despidió de su madre con un beso y un fuerte abrazo, quizás los últimos que se darían en mucho tiempo, por ello cayeron de los ojos de las dos unas lágrimas.
- ¿Lo llevas todo, hija?
- Que sí mamá, no seas pesada que me has repetido mil veces la lista de todo lo que me hará falta.
- Bueno hija ¿qué esperas? Viéndote todos los días y de repente veo que te haces mayor, y yo cada día más vieja. Para mí no es fácil.
- Ya lo se mamá, pero este momento tenía que llegar. No te preocupes por mí, estaré bien con las monjas.
Carol puso cara de circunstancia para hacer sentir a su madre algo culpable por matricularla en una residencia de Hijas de la Caridad, casa que suplantaría su anterior libertad.
- Anda no te quejes, que ya verás que bien estás allí sin tener que hacerte de comer ni nada.
- Sí... Y encima en Pucela. ¿No había una ciudad mejor?
- ¡Carol! Despedíos de una vez por Dios, que no quiero llegar tarde.
A la orden de su padre, se volvió a fundir en un abrazo con su madre, y subió al coche.
Efectivamente, el pajarillo había crecido, y necesitaba volar.

El trayecto se le hizo eterno. Mientras tanto pensaba en cómo sería su nueva vida en aquella ciudad que tanto odiaba: Valladolid.
Cuando uno se refiere a Valladolid, se le presenta la imagen de una ciudad gris, triste, lluviosa y de gente fría. También como una ciudad señorial, de interior. Nadie quiere ir a hacer vida a Valladolid, suena como lejana y distante, sólo que una vez que estás en ella, acabas atrapado para siempre.

Carol divisó las primeras luces de entrada a la capital que sería su nuevo hogar, y un sentimiento de angustia y miedo recorrió su cuerpo. Eran finales de septiembre, la temperatura exterior no era del todo mala, se hacía de noche poco a poco. Esa sensación se agudizó cuando apareció de nuevo el edificio en el que tendría que vivir durante un largo año: la residencia Labouré.

Tras haber escuchado las estrepitosas bienvenidas de las hermanas que regentaban la residencia y haberse cruzado con algunas de sus futuras compañeras, se instaló en el tercer piso, concretamente en la habitación 306. El cuarto hacía esquina, era pequeño, con una cama, varias estanterias, escritorio, baño y armario. Todo estaba en orden, como manda una casa de monjas.
- ¿Ya está todo?
- Sí. Puedes irte cuando quieras.
- ¿Y no vas a darle un beso de despedida a tu padre?
Cumplió con ello.
- Dile a mamá que estoy bien. A ver si aguanto a las monjas.
- Ten paciencia, no son mucho mejores que tu abuela.
- Espero que no se metan en mi vida.
- Ten en cuenta que tú eres ahora responsabilidad suya. No te preocupes anda, que te quejas de vicio.
- Vale, ya os iré contando cuando vaya por casa.
- Tú disfruta, ¡y estudia!, que esto nos cuesta mucho a tu madre y a mí.
- Descuida, pero la fiesta... es la fiesta papá.
- No te digo que no, yo también fui joven aunque no lo parezca. Me voy que ya se me ha hecho tarde. Cuidate mucho hija. Llámanos.
- Te quiero papá.
Y se quedó sentada en su cama con la maleta por deshacer, pensando, sin saber con quién se cruzaría en este largo y novedoso año.

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